“Ser novelista no significa predicar una verdad, sino descubrir una verdad”.

Milan Kundera

Recuerdo cuando estaba terminando el bachillerato le dije con seguridad a mi esposo Franco que me iba para Florida a estudiar Industria del Entretenimiento en la universidad Full Sail. Él me miró con inseguridad y me dijo: “Vamos a poner eso en oración”. En una de mis frustraciones, entré a la biblioteca digital Ciudad Seva para despejar la mente y leer un rato. En esa biblioteca fue donde encontré esta maestría en Creación Literaria, un programa que sentí que estaba hecho para mí: el arte de escribir. 

Escribo historias desde muy pequeña; de hecho, escribí mi primera novela a los 15 años, luego de la separación de mi primer amor y mi primer exilio a los Estados Unidos a causa de mi abuela. Al salir de la escuela, cursando el décimo grado, tomaba mi bolígrafo azul y mis papeles para transcribir mi pérdida. La escribí en otros tiempos y en otros lugares, con otros nombres y otros físicos. La comencé en septiembre y la terminé en octubre. De ahí en adelante, siempre supe que me apasionaba escribir, pero desconocía la oportunidad de especializarme en eso.

Entré muy entusiasmada y con muchas ansias por conocer al escritor Luis López Nieves, a quien había leído antes, que fue lo que más captó mi atención de la maestría. Ese entusiasmo fue menguando a medida que pasaba el tiempo en los talleres. Mi autoestima se vio afectada en varias ocasiones y dudé que en efecto nací para ser escritora. 

Las discusiones de mis cuentos eran trágicas y traumatizantes. El 21 de septiembre de 2015, luego de una clase, entré a Facebook y escribí: “Les mentí. No soy escritora. Carezco de imaginación. Lo único que sé hacer es transcribir pedazos de mi vida”. Sin embargo, esa no era mi verdad, pero aún no lo sabía.

Fueron tantas veces las que quise rendirme, darme de baja y dejar inconclusa la maestría. Ya la había empezado y tenía una deuda en préstamos acumulada. Algunos seminarios me sirvieron de refugio, además del taller de gramática con Paizy que aportó a mi obsesión compulsiva de corregir.

Para el último taller mi autoestima estaba pulida, dura y había aprendido a manejar las críticas negativas. Las usé para mi beneficio, para aprender de ellas. Pues, ¿cómo se mejora si todo es bueno? Además, me percaté de que los críticos nunca estarán conformes aun les ofrezcas lo que piden, lo cual pasó en un sinnúmero de ocasiones. Me enfoqué en escuchar la opinión del profesor en turno, que era quien me daría la nota. Recuerdo un cuento que a ninguno de mis compañeros le gustó, pero a Luis le fascinó, sobre todo el final, el cual todos odiaron. Esa opinión fue la única que me importó y la que me llevó hasta la tesis.

Durante el último taller, el profesor nos fue explicando el comienzo del proceso de la tesis. La dinámica de esa clase era un foro de preguntas: nosotros los estudiantes le hacíamos preguntas sobre el comienzo. Recuerdo que mi pregunta determinaría si mi número uno como director de tesis sería Luis López Nieves. Por lo tanto, le pregunté que, si él como director tiene a un estudiante con un tema que a él no le gusta, si seguiría trabajando con la tesis. El profesor me miró fijamente y respondió que si un estudiante hace una tesis sobre religión, tendría que trabajarla de todos modos aunque a él no le guste. En ese momento supe que él sería el indicado. Si yo hubiese querido pasar la tesis, yo hubiera escogido a cualquier otro profesor, (que son muy buenos y los aprecio mucho). En cambio, si mi objetivo era aprender a escribir una novela con excelencia, debía escoger a Luis López Nieves.

Como en el 2015, iba caminando junto a Franco en el estacionamiento de Plaza las Américas mientras le narraba toda la idea de lo que sería la novela. Fue algo como: “Oye, ¿qué tal si escribo sobre esto?” La trama nació de mi ligera obsesión por la historia de Bonnie y Clyde, pero sobre todo por la indignación que tenía, y aún tengo, con la iglesia y nuestras experiencias con pastores y personas que se hacen llamar cristianos. Necesitaba sacar ese sentimiento de mí y ¿qué mejor que escribiendo? Además, no quería escribir por escribir, sino que tenía la necesidad de llevar un mensaje. Creo que ese fue mi gancho: escribir con propósito, no por el mero hecho de entretener. 

Comencé a reunirme con pastores para preguntarles sobre los temas que ellos entienden que han sido torcidos con una nueva verdad espiritual. Le mencioné a Franco en varias ocasiones que quería meterme en las iglesias pentecostales para escuchar. Busqué mensajes de los pastores controversiales de Puerto Rico con su evangelio de prosperidad. Conseguí libros que hablan sobre textos bíblicos sacados de contextos.

Luego de la aprobación de la propuesta y la elección de los lectores, me senté a redactar. Entonces, nacieron Elisa y Claudio; más adelante, llegó Guillermo. Estos dos hombres, Claudio y Guillermo, fueron quienes le revolvieron todas las tazas de café a Elisa, la barista.

La verdad prohibida es una novela en primera persona (a veces de Elisa y otras de Claudio) que presenta la manifestación de estos jóvenes en la sociedad actual que están en contra de los errores de la cultura eclesiástica. Es una exposición de diferentes debates teológicos entre jóvenes rebeldes y las iglesias que van visitando, con el fin de señalar los mensajes errados.

Quise presentar en estos capítulos panvocálicos que tras el cansancio de lo que ven, deciden que deben romper con el silencio. A través de estas manifestaciones, otros jóvenes se unen a la revolución. ¿Por qué jóvenes? He visto que aquellos como yo, millennials, que nacimos y crecimos en un mundo cambiante, estamos más prestos a las cosas nuevas. El mensaje que ellos llevaban no es nuevo, todo lo contrario. Es un mensaje que se llevaba en el primer siglo, pero con las diferentes influencias fue manipulado y se mantuvo así por años, hasta hace poco.

Mis protagonistas tienen diferentes trasfondos familiares y tipos de personalidades distintas. Esto ocasiona que tengan diversos conflictos, tanto internos como entre ellos como pareja. Todo lo que les sucede individualmente les afecta con su encomienda y ven consecuencias negativas de su movimiento. Al ser parte de la generación puertorriqueña del milenio, tienen dificultad para tomar decisiones, trabajar, independizarse, terminar grados académicos y casarse.

Cuando comencé con la redacción de los capítulos, mi director empezó a notar que me podía desviar por otra línea, “la revolución eclesiástica”, como le llamé. Me recordó que no estaba escribiendo un ensayo, sino que esto era una novela. Me mencionó que debía darle vida a mis personajes y que no los usara como títeres para llevar mi crítica. Que él conocía mi coraje con la iglesia, pero que esto era una novela. Me recalcó que me enfocara en ellos y que, después de que tuvieran vida, podían decir lo que sea. Entonces, me concentré en eso, en darles vida. Cuando Elisa y Claudio despertaron, ya no eran míos, sino que en efecto cobraron vida propia e hicieron con mi novela lo que les dio la gana. No se salieron de la idea original, porque yo les había dado un trasfondo. Sin embargo, Elisa me era irreconocible, Claudio se volvió odioso y Guillermo en una esperanza. De hecho, debo admitir que subestimé a Elisa y se me hacía difícil reconocerla como inteligente y como única protagonista. No fue hasta el final que recuperé mi control sobre ellos, entonces hice yo con ellos lo que me dio la gana. Les di un final que ni ellos esperaban.

Durante la maestría, leí por alguna parte que cuando se escribe un cuento, los personajes se mantienen dentro de unos parámetros establecidos por el escritor. Se controlan con más facilidad o menos complejidad. Sin embargo, en la creación de una novela, el escritor pierde el control sobre los personajes. Perder el control no fue algo que amé –nadie ama perder el control– pero quedé satisfecha con el resultado porque tuvieron vida propia. Esto fue algo que, aparte de aprenderlo en los libros, lo viví.

A través de Elisa, Claudio y Guillermo aprendí aspectos de mí: la pasión de Elisa, la astucia de Claudio y la inteligencia de Guillermo son indiscutiblemente características de Isa, la escritora. Esto no lo noté yo; fue mi director quien me lo hizo ver. Entendí que los tres soy yo, o la esencia de quien soy está en ellos. No solo descubrí eso durante la tesis, sino que también la maestría me sirvió para descubrir mi propia verdad prohibida.

Siempre que escuchaba sobre el proceso de la tesis, las historias eran terribles. Decían comentarios como que iban cuesta abajo o que les era imposible terminar porque se estancaron. Me aterré cuando el profesor Luis me escribió para comenzar. Sin embargo, desde el principio, el proceso fluyó y fue hasta mejor que la presión que sentía en los talleres. Tengo que agradecerle demasiado a Luis López Nieves porque como director me dio un apoyo emocional que no esperaba.

Recuerdo que tuve una entrega que la tuve que corregir desde Boston. A causa del estrés de no estar en Puerto Rico y por no tener mi computadora, me tomó varias revisiones. Por poco lloro internamente, y se lo dije al profesor. Sin embargo, él me dijo: “deja ese asunto de estar llorando, porque las buenas escritoras como tú no lloran. Lo que hacen es escribir con tanta calidad que ponen a las colegas rivales a halarse el pelo y llorar de envidia”. Sus palabras me sirvieron para continuar.

Su apoyo y el tener la idea clara de qué quería hacer con La verdad prohibida me ayudaron a no tener bloqueos ni grandes espacios sin escribir. Semanalmente me sentaba con una taza de café en mano para redactar o corregir. Así que fueron pocas las veces que no sabía qué escribir y que tenía dudas sobre qué hacer. María fue el único factor que se metió a estorbar en mi proceso creativo.

En un momento que sí tuve dudas fue al final. Desde que comencé a participar activamente en las presentaciones de libros y tesis, mi pregunta siempre era cómo se llegaba al final o cómo el escritor sabía que ya su libro había llegado a su final. Para mi décima entrega, sentía que ya era tiempo de cerrar, pero no tenía idea de cómo llegar ahí.

Como siempre, mi director llegó al rescate y me hizo analizar sobre cuál era mi conflicto. Fue gracioso porque el conflicto que tenía en mente estaba alejado del conflicto real que estaba sucediendo en la novela y del que Luis tenía en mente.

La pregunta de mayor temor en los talleres era: “¿Cuál es el conflicto?” Una pregunta que nadie acertaba. Esto lo reviví con mi tesis y yo estaba estresada. ¿Cuál era mi conflicto? Le respondí al profesor que mi conflicto era la revolución eclesiástica que Elisa y Claudio querían hacer. Si lo llego a tener de frente en ese momento, sé que él se hubiera echado a reír en mi cara. 

“Solo hay dos cosas difíciles en la creación de una novela: cómo empezar y cómo terminar. Ya estoy entrando en crisis, porque no sé cómo cerrar todos los subconflictos y el conflicto principal”, le escribí.

“No entres en crisis. Todos los desafíos que te he planteado, los has resuelto con soltura. Entonces, ¿por qué no vas a poder terminar la novela? Nadie dijo que sería fácil. Pero lo harás”, me respondió.

“Recuerda que tu novela está protagonizada por gente, no por ideas. Si dibujas una línea recta, que se llame “conflicto principal” y a esa línea le sacas ramas, que se llamen “conflictos secundarios”, verás que en la línea recta solo ha estado, consistentemente: el conflicto sentimental de la Elisa”. En ese momento fue que retomé el control que había perdido. Acepté que indiscutiblemente todo giró siempre alrededor de ella y era a ella a quien debía resaltar en el final.

Durante la maestría y la tesis descubrí una gran verdad. Algo que recalcan en los cursos es buscar identidad como escritor. Nos enseñan una gama de escritores destacados en la historia de la literatura y sus respectivos estilos. En el Oficio del escritor, Borges, más allá de enseñarnos a entender a la audiencia y al medio, nos enseñó el propósito de cada autor. Por ejemplo, ¿por qué Maupassant escribió “Bola de Sebo”? y ¿para quién Kafka escribió “La metamorfosis”?

Durante este proceso de la tesis nunca olvidé que entendí que soy una romántica empedernida. En una clase, el profesor Borges fue de estudiante a estudiante preguntando qué nos considerábamos, si realistas o románticos. Unos dijeron realistas y otros románticos. Para mi sorpresa, cuando llegó mi turno, ¡Borges no me dejó responder! “Tú… tú eres romántica empedernida”, dijo. Me sorprendí, me reí y le pregunté por qué. No me respondió al momento. Más adelante, en las discusiones de otros cuentos, cada vez que yo intentaba buscar justicia, me decía “por eso eres romántica”. Me servía de consuelo saber que no era con la misma connotación que se le conoce actualmente a la palabra “romanticismo”.

Llegué con una voz desconocida por mí. Más allá de encontrarla, llegué a entenderla. Desde que descubrí a Edgar Allan Poe, lo amé. Me encantó su estilo y el uso de los adjetivos a través de todo su texto. Me fascinó cómo trabajaba el tema de la muerte. Al leerlo, me decía que quería escribir como él (ya que soy romántica, ¿no?) Me declaré hija de Poe. Lo llamé papi Poe cada vez que me preguntaban quién era mi escritor favorito. Gracias a él entendí que hay que perder la cordura para escribir bien, y que hay que conocer el final para saber cómo se debe empezar.

Sin embargo, cada vez que intentaba escribir como él, con esa voz peculiar y sus descripciones, no me salía. Al contrario, en un taller cuando discutieron uno de mis cuentos que había escrito bajo su influencia, una compañera dijo que leerlo fue una tortura. Pensé dos cosas: 1. A ella realmente no le gusta leer. 2. Escribo bien malo.

Intenté escribir de modo histórico, remontándome en otros tiempos como en la Segunda Guerra Mundial o durante la Guerra Civil. Escribí sobre Lincoln y John Booth; escribí sobre soldados durante la guerra y nada me funcionó. Estaba enfocada en escribir para mis compañeros. Buscaba sus gustos, pero quedaban insatisfechos. No fue hasta que comencé a escribir para mí que mis historias empezaron a gustar, sobre todo a los profesores. Entonces, descubrí una verdad prohibida: no tengo que escribir para nadie más, sino para mí misma. Otra verdad fue que mi voz no estaba puesta en la antigüedad, sino en la actualidad.

Con el profesor Padua –el curso de mayor reto pero el más gratificante– conocí a Hemingway y a Fitzgerald como nunca antes. Más que entender para quiénes escribían, comprendí qué escribían y para qué. Como en “Los asesinos” o en “El gran Gatsby”, sin duda estos escritores presentaron su actualidad tal y como era: desastrosa. De lo feo de la sociedad, hicieron grandes obras universales. Entonces, descubrí que mi voz debía estar en mi actualidad y que yo, como Hemingway y Fitzgerald, debía escribir sobre la sociedad en la que vivo. Así es que se ha hecho historia, marcando lo que se vive en carne propia. Eso fue lo que quise hacer con La verdad prohibida, y entiendo que lo logré.

Espérenla pronto.

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